Literatura latinoamericana y maternidades: cuerpos, decisiones y resistencias
La maternidad en la literatura latinoamericana ha dejado de ser una imagen sagrada o un mandato incuestionable. En las últimas décadas, las escritoras de la región han desarmado ese discurso tradicional para explorar las zonas más complejas del vínculo entre madre e hijo, entre cuerpo y deseo, entre culpa y libertad.
Como escribió Mónica Ojeda en “Madre mía”, “Las madres no siempre son refugio; a veces son el origen del miedo”. Esa frase marca de alguna manera el pulso de una nueva narrativa latinoamericana que no teme mirar la maternidad desde la violencia, la imposición o la ambivalencia emocional.
Durante buena parte del siglo XX, la figura materna fue tratada como símbolo de nación, sacrificio, pureza o mandato social. Sin embargo, ya escritoras como Silvina Ocampo, Clarice Lispector o Rosario Castellanos, introdujeron fisuras en ese modelo presentando en sus obras madres que dudan, que rechazan o que piensan su rol con extrañeza.
En el siglo XXI, el tema se ha vuelto central en autoras como Samanta Schweblin, cuya novela “Distancia de rescate” (2014) reformula el miedo maternal en clave ecológica y existencial. Allí, la voz de una madre enferma que intenta proteger a su hijo en un paisaje contaminado convierte la maternidad en una experiencia de alarma permanente: “¿En qué momento exacto empieza el veneno?”, se pregunta.
Por su parte, María Fernanda Ampuero en “Pelea de gallos” (2018) y Gabriela Cabezón Cámara en “Las aventuras de la China Iron” (2017) abordan la maternidad desde cuerpos que desafían la norma patriarcal y colonial, cuestionando la idea de que ser madre sea una identidad natural o necesaria.
Las nuevas escrituras latinoamericanas desplazan la maternidad del ámbito privado al ámbito de lo político. En “Nuestra parte de noche” (2019), Mariana Enriquez propone una maternidad distorsionada por el terror y lo sobrenatural, donde cuidar implica también sobrevivir a las herencias del horror.
En “Panza de burro” (2020), la escritora canaria Andrea Abreu, y en sintonía con las voces latinoamericanas, muestra la mirada infantil hacia la madre desde la precariedad, el deseo y la ternura brutal de lo cotidiano.
Y una de las obras más notables sobre el tema es “Línea Nigra” (2020), de Jazmina Barrera, donde la autora mexicana escribe un diario íntimo sobre su embarazo y los primeros meses de su hijo. Con una prosa híbrida entre el ensayo, la crónica y la reflexión literaria, Barrera explora la maternidad como experiencia física, artística y simbólica: “El cuerpo se abre como una página donde se escribe algo que no sé leer todavía”. Su libro dialoga con escritoras como Annie Ernaux o Rachel Cusk, pero desde una sensibilidad profundamente latinoamericana y contemporánea.
Valeria Luiselli, en “Desierto sonoro” (2019), amplía los límites del tema al entrelazar la experiencia maternal con la migración, la memoria y la frontera. En esta novela, una madre viaja con su esposo y sus hijos por el sur de Estados Unidos mientras escucha las voces de niños migrantes detenidos. La maternidad se vuelve aquí un ejercicio de escucha, de empatía política y de reconstrucción: “La infancia es el desierto que cruzamos para llegar al lenguaje”, escribe Luiselli, haciendo del cuidado un acto de resistencia frente al desarraigo y la violencia del mundo contemporáneo.
La literatura reciente de América Latina convierte la maternidad en un campo de disputa simbólica: ser madre ya no es destino, sino relato. En ese gesto, las autoras exponen que el cuerpo femenino no es solo territorio de amor o sacrificio, sino también de resistencia y decisión.
Como dice Selva Almada en su novella “No es un río”, “Las mujeres saben parir y saben matar, y las dos cosas las dejan solas”. La maternidad, entonces, no se clausura en la biología ni en la abnegación, sino que se abre como un lenguaje donde lo íntimo se vuelve político.
Hoy leer a estas escritoras, de Ojeda a Schweblin, de Ampuero a Barrera, de Luiselli a Almada, es recorrer una cartografía literaria donde la maternidad ya no se celebra como mito, sino que se interroga como experiencia. La literatura latinoamericana contemporánea hace de ese gesto una forma de emancipación narrativa: poner en palabras lo que durante siglos fue silencio.
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